Los chiquillos llegaron temprano para el ahorcamiento.
Todavía estaba oscuro cuando los tres o cuatro primeros se escurrieron con cautela desde las covachuelas, sigilosos como gatos, con sus botas de fieltro. El pequeño pueblo aparecía cubierto por una ligera capa de nieve reciente, como si le hubiesen dado una nueva mano de pintura, y sus huellas fueron las primeras en macular su perfecta superficie. Se encaminaron a través de las arracimadas chozas de madera y a lo largoo de las calles de barro helado hasta la silenciosa plaza del mercado donde la horca permanecía a la espera.
Los muchachos aborrecían cuanto sus mayores tenían en estima. Despreciaban la belleza y se burlaban de la bondad. Se morían de risa a la vista de un lisiado y, de encontrarse con un animal herido, lo mataban a pedradas. Alardeaban de heridas y mostraban orgullosos sus cicatrices, reservando una admiración especial ante una mutilación. Un chico al que le faltara un dedo podía llegar a ser un rey. Amaban la violencia, y podían recorrer millas para presenciar derramamientos de sangre; jamás se perdían un ahorcamiento.
Uno de los muchachos orinó en la tarima de la horca. Otro subió los escalones, se llevó los dedos a la garganta, y se dejó caer contrayendo el rostro, parodiando de forma macabra el estrangulamiento. Los otros lanzaron voces de admiración, y dos perros aparecieron en la plaza del mercado ladrando y corriendo. Uno de los muchachos más pequeños comenzó a devorar una manzana, y uno de los mayores le dio un puñetazo en la nariz y se la quitó. El más pequeño se desahogó lanzando una piedra contra uno de los perros, que se alejó aullando. Luego, como no había más que hacer, se sentaron sobre el pavimento seco del pórtico de la gran iglesia, a la espera de que sucediera algo.
Detrás de las contraventanas de las sólidas casas de madera y piedra que se alzaban alrededor de la plaza oscilaba la luz de las velas, en los hogares de artesanos y mercaderes prósperos, mientras las fregonas y los aprendices encendían el fuego, calentaban agua y preparaban las gachas de avena. El color del cielo cambió de la negra oscuridad a un tenue gris. La gente del pueblo empezó a surgir de los bajos portales, envuelta en gruesos mantos de lana tosca, acercándose temblorosa de frío hasta el río para coger agua.
Pronto un grupo de hombres jóvenes, mozos de caballos, braceros y aprendices irrumpieron en la plaza del mercado. Desalojaron a bofetadas y puntapiés a los chiquillos del pórtico de la iglesia recostándose luego en los arcos de piedra esculpida, rascándose, escupiendo en el suelo y comentando con afectada seguridad la muerte por ahorcamiento. Si tiene suerte, afirmaba uno, el cuello se le rompe tan pronto como cae, una muerte rápida y sin dolor. Pero de no ser así se queda ahí colgado, se pone amoratado, con la boca abierta, y se agita como un pez fuera del agua hasta quedar estrangulado. Otro aseguró que morir así podía durar el tiempo que le cuesta a un hombre recorrer una milla, y un tercero dijo que aún podía ser peor; él había presenciado un ahorcamiento de un hombre cuyo cuello se había alargado más de un palmo antes de morir.
Las mujeres viejas formaban un grupo en el lado opuesto del mercado, lo más lejos posible de los jóvenes que eran capaces de proferir comentarios vulgares a sus abuelas. Las ancianas siempre se levantaban temprano, aunque ya no tuvieran bebés ni niños de quienes ocuparse, y eran las primeras en encender el fuego y en barrer el hogar. Su líder era conocida, la fornida viuda Brewster, se unió a ellas haciendo rodar un barril de cerveza con la misma facilidad que un niño hace rodar un aro. Antes de que diera tiempo a destaparlo se congregó un pequeño grupo de clientes esperando con sus jarras.
El alguacil del sheriff - Alto funcionario de la Corona en condados o señoríos encargado de mantener la paz, administrar la justicia bajo la dirección de tribunales, etc (N. de la T.) - abrió la puerta principal para dar paso a los campesinos que vivían en los alrededores, en las casas adosadas a fresca para vender; otros acudían a comprar cerveza o pan y había quienes permanecían en la plaza, esperando a que tuviese lugar el ahorcamiento.
De vez en cuando la gente ladeaba la cabeza como gorriones cautelosos, y echaban una ojeada al castillo que se alzaba en la cima de la colina dominando el pueblo. Veían ascender de forma constante el humo de la cocina y el ocasional destello de una antorcha por detrás de las ventanas estrechas como felchas de la despensa de piedra. Y de repente, más o menos en el momento en que el sol apareció por detrás de las densas nubes grises, se abrieron las pesadas puertas de madera y salió un pequeño grupo.
El sheriff iba en cabeza montando un hermoso corcel negro, seguido por un carro tirado por bueyes que transportaban al prisionero maniatado. Detrás del carro cabalgaban tres hombres; y aunque a aquella distancia no podían distinguirse sus rostros, su indumentaria delataba a un caballero, un sacerdote y un monje. Dos hombres de armas cerraban la procesión.
Todos ellos habían estado ante el tribunal del Condado reunido en la nave de la iglesia el día anteiror. El sacerdote había sorprendido al ladrón con las manos en la masa; el monje había identificado el cáliz de plata como perteneciente al monasterio; el caballero era el señor del ladrón y le había identificado como fugitivo. Y el sheriff le había condenado a muerte.
Mientras descendíoan lentamente por la ladera de la colina, el resto del pueblo se había agolpado alrededor de la horca. Entre los últimos en llegar se encontraban los ciudadanos más destacados: el carnicero, el panadero, dos curtidores, dos herreros, el cuchillero y el saetero, todos ellos con sus esposas.
La multitud parecía mostrar un talante extraño. Habitualmente disfrutaban con los ahorcamientos. Por lo general el preso era un ladrón, y ellos aborrecían a los ladrones con la inquina de quienes han luchado con dureza por lograr lo que poseen. Pero aquel ladrón era diferente; nadie sabía quién era ni de dónde había llegado, y no les había robado a ellos sino a un monasterio que se encontraba a veinte millas de distancia. Había robado un cáliz incrustado de piedras preciosas, algo de un valor tan grande que hubiera sido virtualmente imposible venderlo, pues no era como vender un jamón, un cuchillo nuevo o un buen cinturón, cuya desaparición hubiera podido perjudicar a alguien. No podían odiar a un hombre por un delito tan inútil. Se escucharon algunos insultos y silbidos al entrar el preso en la plaza, pero incluso éstos carecían de entusiasmo y sólo los chiquillos se burlaron de él encarnizadamente.
La mayor parte de la gente del pueblo no había presenciado el juicio, ya que no se celebraban en días de fiesta y todos tenían que ganarse la vida, de manera que aquélla era la primera vez que veían al ladrón. Era realmente joven, entre veinte y treinta años de edad, de estatura y constitución normales; pero tenía un aspecto extraño. Su tez era blanca como la nieve en los tejados, tenía los ojos ligeramente saltones, de un verde asombrosamente brillante, y el pelo del color de una zanahoria pelada. A las mozas les parecía feo, las viejas sentían lástima de él y los chiquillos se morían de risa.
El sheriff les era familiar, pero los otros tres hombres que habían decidido la condena del ladrón les resultaban extraños. El caballero, un hombre gordo y rubio, era sin duda una persona de cierta importancia, pues montaba un caballo de batalla, un enorme animal que costaría al menos lo que un carpintero podía ganar en diez años. El monje, mucho más viejo, tendría unos cincuenta años; era un hombre alto y enjuto, derrumbado sobre su montura como si la vida fuera para él una carga insoportable. El sacerdote era realmente impresionante; un hombre joven de nariz afilada, pelo negro y lacio, enfundado en ropajes negros y montando un semental castaño. Tenía la mirada viva y amenazante, como la de un gato negro capaz de olisquear un nido de ratoncillos.
Un chiquillo, apuntando cuidadosamente, escupió al prisionero; fue un buen disparo y le dio entre los ojos. El preso gruñó una maldición e intentó abalanzarse sobre el que le había escupido, pero se vio inmovilizado por las cuerdas que le sujetaban a cada lado del carro. El incidente hubiera caredico de importancia de no haber sido porque las palabras que pronunció eran en francés normando, la lengua de los señores. ¿Era de alto linaje o simplemente se encontraba muy lejos de casa? Nadie lo sabía.
El carro de bueyes se detuvo delante de la horca y el alguacil del sheriff subió hasta la plataforma del carro con el dogal en la mano. El prisionero comenzó a forcejear. Los chiquillos lanzaros vítores; se hubieran sentido amargamente decepcionados si el prisionero hubiera permanecido tranquilo. Las cuerdas que le atenazaban las muñecas y los tobillos le impedían moverse, pero sacudía bruscamente la cabeza a uno y otro lado intentando evadisre del dogal. El alguacil, un hombre corpulento, retrocedió un paso y golpeó al prisionero en el estómago.
El reo se inclinó hacia delante falto de respiración, y el alguacil aprovechó para deslizarle el dogal por la cabeza y apretar el nudo. Acto seguido saltó al suelo y tensó la cuerda, asegurando el otro extremo en un gancho colocado al pie de la horca.
Aquél era el momento crucial. Si el prisionero forcejeaba sólo lograrían adelantar su muerte.
En ese momento los hombres de armas desataron los pies del prisionero, dejándole erguido sobre el carro, solo, con las manos atadas a la espalda. Se hizo un silencio absoluto entre la muchedumbre.
Cuando se alcanzaba a punto solía producirse algún alboroto. O la madre del prisionero sufría un ataque y empezaba a dar alaridos, o la mujer sacaba un suchillo y se precipitaba hacia la plataforma en un último intento de liberarle. En ocasiones el prisionero invocaba a Dios implorando per´don, o lanzaba maldiciones escalofriantes contra sus ejecutores. Ahora los hombres de armas se habían situado a cada lado de la horca, dispuestos a intervenir de producirse algún incidente.
Fue entonces cuando el prisionero empezó a cantar.
Tenía una voz alta de tenor, muy pura. Las palabras eran en francés, pero incluso quienes no comprendían la lengua podían darse cuenta por la dolorida melodía de que era una canción de tristeza y desamparo.
Un ruiseñor preso en la red de un cazador
cantó con más dulzura que nunca
como si la fugaz melodía
pudiera volar y apartar la red.
Mientras cantaba, miraba fijamente a alguien entre el gentío. Lentamente se fue abriendo un hueco alrededor de la persona a quien contemplaba y todo el mundo pudo verla.
Era una muchaha de unos quince años. Al mirarla, la gente se preguntaba cómo no se habrían dado cuenta antes de su presencia. Tenía el cabello largo y abundante de un castaño oscuro, brillante, que le nacía en su frente despejada con lo que la gente llamaba pico de viuda. Sus rasgos eran proporcionados y la boca sensual, de labios gruesos. Las mujeres mayores, al observar su ancha cintura y los abultados senos, imaginaron que estaba embarazada y supusieron que el prisionero era el padre de la criatura por nacer; pero nadie más reparó en nada, salvo en sus ojos. Hubiera podido ser bonita, pero tenía los ojos muy hundidos, de mirada intensa y de un asombroso color dorado, tan luminosos y tan penetrantes que cuando miraba a alguien éste sentía como si pudiera ver hasta el fondo de su corazón y tenía que apartar la mirada ante el temor de que pudiera descubrir sus secretos. Iba vestida de harapos y las lágrimas caían por sus suaves mejillas.
El conductor del carro miró expectante al alguacil y éste al sheriff, esperando la señal de asentimiento. El joven sacerdote de aspecto siniestro y semblante impaciente, golpeó al sheriff con el codo, pero éste hizo caso omiso. Dejó que el ladrón siguiera cantando. Se hizo un silencio impresionante mientras el hombre feo de voz maravillosa mantenía a raya a la muerte.
Al anochecer, el cazador cogió su presa.
El ruiseñor jamás su libertad.
Todas las aves y todos los hombres tienen que morir,
pero las canciones pueden vivir eternamente.
Cuando concluyó la canción, el sheriff miró al alguacil y le hizo un gesto de asentimiento. Éste gritó << ¡Hop! >>, azotando el flanco del buey con una cuerda al tiempo que el carretero hacía restallar su látigo. El buey avanzó haciendo tambalearse al preso; arrastró el carro y el preso quedó suspendido en el aire. La cuerda se tensó y el cuello del ladrón se quebró con un chasquido.
Se oyó un alarido y todos miraron a la muchacha.
No era ella la que había gritado sino la mujer del cuchillero, que se encontraba a su lado. Sin embargo, era la joven el motivo del grito. Había caido de rodillas frente a la horca, con los brazos alzados y extendidos ante ella; era la postura que se adoptaba para lanzar una maldición. Los presentes se apartaron atemorizados, pues todos sabían que las maldiciones de quienes habían sufrido una injusticia eran especialmente efectivas, y todos habían sospechado que algo no marchaba bien en aquel ajusticiamiento. Los chiquillos estaban aterrados.
La joven miró con sus ojos dorados e hipnóticos a los tres forasteros, el caballero, el monje y el sacerdote. Y entonces lanzó su maldicióon, subiendo el tono de voz a medida que pronunciaba las palabras:
- Yo os maldigo. Sufriréis enfermedades y pesares, hambre y dolor. Vuestra casa quedará destruida por el fuego y vuestros hijos morirán en la horca. Vuestros enemigos prosperarán y vosotros envejeceréis entre sufrimientos y remordimientos, y moriréis atormentados en la impureza y la angusita…
Mientras pronunciaba las últimas palabras, la muchacha recogió un saco que había en el suelo junto a ella y sacó de él un gallo joven vivo. Sin que nadie supiera cómo, en su mano apareció un cuchillo y de un solo tajo le cortó la cabeza al gallo.
Mientras aún seguía brotando la sangre del cuello del animal, la muchacha arrojó al gallo decapitado contra el sacerdote de pelo negro. No logró acertarle, pero la sangre le salpicó por todas partes, al igual que al monje y al caballero que le flanqueaban. Los tres hombres retrocedieron con una sensación de asco, pero la sangre les alcanzó, salpicándoles la cara y manchando sus ropas.
La muchacha se giró y echó a correr.
El gentío le abría paso y se cerraba a su espalda. Por último, el sheriff mandó furioso a sus soldados que fueran tras ella. Empezaron a abrirse paso entre la muchedumbre, apartando a empujones a hombres, mujeres y niños; pero la muchacha se perdió de vista en un santiamén y el sheriff sabía que aunque la persiguiera no la encontraría.
Dio media vuelta, resentido. El caballero, el monje y el sacerdote no habían contemplado la huida de la muchacha. Seguían con la mirada clavada en la horca. El sheriff siguió aquella mirada. El ladrón muerto colgaba del extremo de la cuerda con el rostro pálido y juvenil, con tintes azulados. Bajo el cuerpo que oscilaba levemente, el gallo decapitado, no del todo muerto, corría alrededor suyo formando un círculo desigual sobre la nieve manchada con su misma sangre.
- Prólogo, los Pilares de la Tierra.
de, Ken Follet.