viernes, 24 de julio de 2009

Ella sólo quería estar desnuda ( para Capri) Andrés Urrutia


Los juegos inocentes - Capitulo V
Andrés Urrutia


Ahora comprendo por qué siempre prefería arrodillarme. Colocarme de rodillas se compadece con la naturaleza que describo. Los esclavos siempre se arrodillan. Arrodillada entonces a orillas de la cama encorvaba mi espalda hasta casi tocar el piso con el cabello, y con eso no hacía otra cosa que ofrecerla. La espalda, en casos como el mío, siempre se la ofrece a los azotes. Ante tal ofrecimiento él extraía su cinto, ancho y de cuero, lo doblaba sobre sí y tomándolo de la hebilla y del otro extremo comenzaba a dejarlo caer suave y rítmicamente sobre mí. Por cierto que nunca fueron golpes verdaderos, pero aún así debo reconocer que eran deliciosos. Periódicamente recibía su orden de arrodillarme y encorvarme y nunca dudaba.

Nunca lo cuestioné tampoco. ¿Acaso no existió siempre un binomio poder-debilidad simbolizando al hombre y a la mujer? ¿Por qué no llevarlo a esos extremos si se quiere inofensivos tras las paredes de un hogar? ¿Por qué no intensificar ese binomio en la más primaria de las interacciones: el sexo? ¿Y por qué después de todo iba a cuestionarlo? ¿No éramos acaso dos adultos que libre y conscientemente elaborábamos, edificábamos nuestra sexualidad? Cuando hay madurez y consentimiento, la libertad en este campo ha de ser absoluta, pues con ello a nadie se ofende ni se daña.

El día transcurría con normalidad. Trabajábamos, íbamos al cine, concurríamos a veladas con la familia o amigos, nos ocupábamos de las cosas comunes o extraordinarias. Pero de noche teníamos nuestro secreto, nuestro pequeño altar consagrado a adorar los bajos fondos de nuestras ficciones y simbolismos. La alcoba era nuestro territorio. La tela virgen pronta, preparada para trazar en ella los contornos de nuestras fantasías. Dos seres libres el uno para el otro. En ese recinto todo nos estaba permitido, era la puerta que daba a la irrealidad, al juego, y que liberaba las amarras de nuestros más recónditos deseos. De día «sí, señor», «¿qué desea, señora?», «¿almorzamos juntos, mi amor?», «¿has tenido muchos pacientes, querido?», «vamos el domingo a lo de mis padres»; «te adoro, mi amorcito». A la noche, en cambio, nuestro secreto, nuestro castillo. «Desnúdate.» «Sí, señor.» «Te castigaré.» «No, señor, por favor no», con un «no» que siempre era más un ruego, un decir sí, un ansioso desear que lo hiciera. «Lo haré hasta que lo pidas.» «Hágalo entonces, señor.» «Arrodíllate.» Y zas, zas, zas.

Ése era nuestro pacto, el pacto de dos seres libres, por el cual uno de ellos, en uso de esa libertad, en expresión de ella, en la cima de su disfrute, la abdica a favor del otro. Teatralmente, pero de modo que la escena y el escenario materializaban la fantasía, tomaba cuerpo, nos aceleraba el pulso y la respiración.

No recuerdo con claridad como comenzó. Nació naturalmente. Una noche me arrodillé ante él totalmente desnuda y sin mediar palabra extrajo su cinturón con la mayor naturalidad. La noche siguiente, también sin orden alguna, me desnudé, me puse de rodillas y volvió a hacerlo. Pero esta vez, mientras recibía los simulados azotes desabroché su pantalón y zambullí mi boca en su miembro. Con sólo escribirlo revivo los terribles espasmos hasta llegar al éxtasis; el rostro aplastado en su entrepierna y las rítmicas caricias del cuero en mi espalda.

Parecieron abrirse tantas puertas que todo lo anterior era como un insulso prólogo. Supe que éramos el uno para el otro. La proximidad de la noche nos provocaba el mismo cosquilleo en las barrigas. Nos echábamos miradas cómplices mientras viajábamos rumbo a casa, olvidados ya de los azares del día, los problemas del trabajo, los pacientes, los clientes atrevidos, las cuentas a pagar. Mientras abríamos la puerta, la sonrisita pícara, el corazón que late más deprisa, la imaginación que vuela preparando el juego de esa jornada, ideándolo, adornándolo y ya relamiéndose ansiosa por comenzar a jugarlo. Y luego él diciendo: «eres una viciosa»; y yo entre risas: «¿acaso tú no?». Éramos como las piezas del rompecabezas que encajan a la perfección, como el zurdo y el diestro en una pareja de tenis.

De ese modo nos bastó el recordar que, al inicio de nuestra relación, en un comprensible arranque de inseguridad le dije con franqueza y en ese lenguaje vulgar que a veces es fruto de la confianza: «Presiento que algún día me vas a mear», para verme al poco rato, tendida desnuda en el piso del baño y regada por su orina. El sentido figurado de aquella frase era obvio, y sin embargo, el revivirla, nos sirvió a ambos para asumir con facilidad y sin vacilaciones otro de nuestros juegos. Ahora me pregunto por qué fuimos tan pulcros. ¿Por qué no meó sobre mí en el piso del cuarto o sobre la cama misma? ¿No resultaba acaso demasiado estudiado el caminar hasta el baño y acostarme en la bañera para sentir en mi pecho el tibio y amarillo líquido? Recuerdo una película en que dos hinchas de un club de fútbol orinan sobre las paredes del estadio del club rival, en un incivilizado gesto de desprecio y superioridad. Arrodillarme en la loza fría y encorvarme para que Hernán orinara sobre mí despertaba una incontrolable imagen de poder. Los instantes previos eran los que conducían a la mayor excitación. La lenta ceremonia de desnudarse, de caminar cabeza gacha hasta el baño y allí arrodillarse. La última mirada al hombre que se erguía, potente, de pie ante mi pequeñez y luego cerrar los ojos. Y esperar, esperar segundos deliciosos hasta que de improviso caía en mi espalda una lluvia fina y caliente, corriendo delicadamente hacia los contornos de mi cuerpo, escurriéndose por el canal que conduce hacia los muslos. En ese mágico momento yo pensaba: es mi amo. Si me ordena beberlo, lo haré. Si desea orinar en mi rostro me voltearé y obedeceré; si desea que permanezca horas tendida en el charco, hasta que se enfríe, hasta que se seque, sólo debe decirlo.

Debo aclarar a estas alturas, aunque creo que se ha comprendido, que no era el regodeo en el dolor lo que me excitaba sino la sensación de la sumisión. Existía un extraño placer en ella, un intenso goce en la sensación de pertenencia, en ser tratada como un objeto más de uso cotidiano.

Todo sin embargo no pasaba de ser un juego inocente. Y resultaba a la postre natural el querer esa exposición, esa desnudez que en definitiva era un homenaje al lazo que me esclavizaba. Se convertía entonces en el estrechamiento de ese lazo, y mientras más saboreaba las mieles de la esclavitud en esos juegos sexuales, más se reafirmaba la naturaleza indisoluble de nuestras ataduras.

Por cierto que alguna vez pasó por mi mente la idea de la perversidad como enfermedad. Al fin y al cabo, en las púdicas conversaciones que las mujeres tenemos sobre el sexo no es nada frecuente oír estas confesiones. Nunca escuché una apología de la zoofilia, por ejemplo. Al fin y al cabo, existe toda una parafernalia de psicólogos calificando nuestras conductas, ubicándonos en casilleros, en espacios bien definidos: hay normales y hay desviados. Y dentro de estos últimos hay diversos subtipos, distintas especies de desviación. Los hay sádicos, necrófilos, fetichistas. Se hacen esquemas y se cataloga. Uno no puede entonces dejar de sentirse como una rareza, como un objeto de estudio y observación.

Sin embargo la descarté prontamente. ¿Por qué hablar de perversidades si jamás habíamos cruzado a la otra orilla? Por lo menos en ese entonces. Quiero decir con eso que existía una sustancial diferencia entre jugar a la servidumbre y la enfermedad. Más gráficamente, no fui quemada por sus cigarrillos ni sus golpes me dejaron marcas. La real naturaleza de nuestros peculiares divertimentos puede sintetizarse en una sola anécdota.

(He tratado de intercalar pocas glosas al texto original, con el único fin de que él hable por sí mismo, salvo claro está la azarosa reconstrucción de Hernán. A efectos de ilustrar al lector, tengo la obligación científica de comentar que aquí se evidencia en Mara una personalidad que los expertos clásicos suelen calificar como de «masoquismo simbólico» o «pequeño masoquismo». Dupré la define por permanecer en un estadio imaginativo, incapaz de llegar a la lesión. Por oposición se define al «gran masoquismo», donde el enfermo se presenta incapaz de controlar su vicio y ello entonces lo conduce a la lesión o a la mutilación. Los párrafos que siguen ubican a nuestra protagonista dentro de la primera de ambas categorías.)

Hay una vieja película de la década del setenta que indignó a los movimientos feministas y escandalizó a los círculos morales. Precisamente su motivo es la sumisión voluntaria por amor y se llamaba Historia de O. La protagonista se transforma en un objeto a disposición de su hombre al punto tal que ni nombre tiene, se la designa con una mera letra y se le ordena. Y llega así un momento en que acepta llevar la marca de su dueño, la que se le estampa a fuego en una de sus nalgas.

Ese símil entre la mujer y el ganado era la perfecta alegoría de la posesión.

Conocíamos de su existencia e incluso recordábamos algunas crónicas que la comentaban. Por casualidad, la hallamos en un video club repleto de viejas cintas.

Luego de ver la escena que describo, y casi instintivamente y entre risas, él dibujó con tinta en una de mis nalgas su inicial encerrada en un círculo. Al hacerlo, sentí que apretaba más de lo necesario la pluma contra la piel y compartí su intención. Lo hizo hasta que emití un quejido producto del leve y agradable dolor. Ahora llevaba su marca.

Pero el dolor de O al ser marcada a fuego debió de ser atroz. La distancia entre la carne quemada de O y el azulado dibujo sobre mi piel resultaba en ese entonces abismal, por lo que no había motivo alguno para la autoacusación. Creo así haber explicado suficientemente por qué descartaba toda culpa por mi supuesta perversidad. Si debiera calificarla no encuentro otro adjetivo más apto que el de inocente, quizás inofensivo, a veces pueril. ¿Qué otro calificativo dar sino a mi inocua manera de exponerme? Tampoco recuerdo cómo ni de quién partió la ocurrencia pero nos prestamos alegres a ella. Comencé a preparar la cena completamente desnuda mientras él la aguardaba normalmente vestido en el living. Luego, ya pronta, servía la mesa y me sentaba a ella en esa frágil y expuesta condición. Apreciaba muy especialmente las ocasiones en que extremábamos un poco el juego y yo cenaba sola y desnuda en la cocina esperando que él decidiera llamarme.

Tales divertimentos dejan sus enseñanzas. Resulta increíble descubrir el terrible poder que encierra algo tan cotidiano y natural como la vestimenta. De la misma manera que un rey es menos rey cuando se ve desnudo frente a su médico, su vestimenta y mi desnudez pautaban claramente los lugares que nos habíamos asignado.

El permanecer absolutamente desnuda mientras él comía, bebía, leía sus libros o miraba televisión, me convertía en algo a su merced, en algo disponible a su arbitrio y en cualquier instante. Podía imprevistamente cerrar el libro, tomarme allí mismo y continuar luego su lectura. Debo admitir que me encontraba completamente amaestrada. Sólo le bastaba un gesto y yo corría a arrodillarme entre sus piernas, a abrirlas suavemente hasta que cada muslo presionara en ambos brazos del sillón. Luego extraía lentamente su miembro de entre la cremallera y lo ponía en mi boca mientras él continuaba su rutina, fuera lectura, televisión o simplemente fumar y beber.

Había transitado un largo camino hasta lograr mi propósito. Por ello, la sola idea de pertenecerle, de jugar a ser de su propiedad, más allá de su cierto valor cargado de erotismo, simbolizaba notablemente, sin hojarascas ni cortezas, sin lugares comunes ni frases pomposas, la adoración que le profesaba. Pero hay que reconocer que esa adoración crecía en función del cielo que me hacía tocar el perfecto ensamble de nuestras personalidades. «Mí cóncavo, tú convexo», bromeábamos en un lenguaje tarzanesco, festejábamos la ocurrencia y nos dedicábamos a planear algún nuevo juego.

Por supuesto que pensaba que esos juegos íntimos no afectaban nuestra conducta social. Por lo menos al principio. Me resulta difícil ahora explicar todo lo que después sucediera. La realidad fue que nuestros pequeños e inocentes divertimentos eróticos comenzaron, lentamente, a proyectarse hacia otras esferas de nuestra vida en común. Conscientes de que todo era un mero simulacro, creo que aumentó nuestra voracidad por explorar un poco más allá de los papeles que mutuamente nos habíamos asignado.

Llega un momento en que la servidumbre, cuando se tiene una vocación por ella como la que a mí me asaltaba, si es fingida no resulta suficiente, debe pasar a un plano más real, el dolor debe sufrirse y no simularse. Y por cierto que no se puede ir por la calle encadenada o caminar siempre atrás del hombre, lo que nuestro propio sentido del ridículo no toleraría. Por cierto también que ni su espíritu ni el mío están hechos para soportar los dolores físicos de una marca a fuego; somos demasiado convencionales para ello y, en algún aspecto, quizás demasiado pacatos.

Y probablemente sea esa atmósfera plomiza que se respira al fin de la tarde cuando el día no depara nada nuevo lo que estimule nuestra pacatería y nos condene a una estudiada y devaluada manera de apoderarnos de otro ser. En esos momentos todo es tan parecido a esos ambientes sureños de mediados de siglo, en los que vuela el polvo rojo y el pasto largo y desprolijo oculta las mansiones blancas y destartaladas. Ese paisaje que imagino a través de la literatura se me antojó siempre gemelo al que nos rodeaba.

A los gordos granjeros blancos, entre calor y cerveza, les basta con que los negros les sigan llamando «señor» al final de la tarde para ir a dormir en paz. Eso les engrandece, los hincha más que la cebada, y pasan a sentirse dignos depositarios de la herencia de sus antepasados.

No era tampoco que le concediera al sexo un papel superlativo en nuestra vida, como podría erróneamente pensarse luego de la lectura de estas primeras líneas. Mirados con necesaria perspectiva, los juegos sexuales eran en ese entonces un medio para expresarme, un camino para liberar la íntima naturaleza que se estaba apoderando de mí. Las sensaciones primarias e innatas buscan siempre una manera de aflorar, persiguen la luz a veces con fuerza irresistible, otras veces púdicamente veladas. Quizás si yo hubiera sido una mujer gorda y vieja, desdentada por el paso y el peso del tiempo, con un esposo enfermo, me hubiera consagrado en cuerpo y alma a limpiar pústulas y partes íntimas regadas de incontinencia. O quizás si hubiera sido un oficinista metódico y apocado, sublimaría mi naturaleza en un grotesco servilismo a mis superiores. Como estaba perdida e ingenuamente enamorada y jamás había experimentado con el sexo, ése fue el medio que naturalmente mi condición encontró para revelarse. Pero eran, como he dicho, ejercicios con límites precisos, lejos del borde, seguros y definidos. A lo sumo, comparables a esas inocentes caricias que se prodigan las adolescentes cuando despiertan a la pubertad. Dos jovencitas explorándose mutuamente saben que sus juegos son inofensivos, que las caricias no dejarán rastro, que sus hímenes se conservarán intactos y que lo que hacen es sólo una inocente preparación para la realidad que aún se avizora lejana. Parecido a esa íntima sensación de seguridad en que esas precoces ensayistas desarrollan sus avances, era el sentimiento con que vivía las simulaciones que Hernán y yo nos prodigábamos. Dolor simulado, humillación fingida, poder irreal, es apenas como la mano adolescente que tímidamente roza la vagina de la amiga con el extremo cuidado de ni siquiera entreabrir los apretados labios.

No afirmo que de haberle impreso un mayor realismo a nuestros juegos la historia hubiera sido otra porque ello es una proposición inverificable. Por otra parte, prefiero pensar que sí le imprimimos ese realismo, sólo que a nuestra peculiar manera. Pienso que como ya no sólo deseaba jugar a la esclavitud sino experimentarla realmente, sólo había una forma de lograrlo en este tiempo y lugar.

Por ello creo que sin más disgresiones ni subterfugios, debo contar en qué consistieron nuestros siguientes experimentos eróticos.